Hoy es el Día de Europa, y la efeméride invita a la melancolía, más en el sentido de pesadumbre que de nostalgia. Quizá por ello –o por esta primavera otoñal que unos disfrutan y otros padecen– me siento un poco unamuniano. Sí, me duele Europa. Hombre, no tanto como al filósofo bilbaíno, al que le dolía España “en el cogollo del corazón”. Es un dolor no tan decimonónico, sino veintiunista o vigésimo primero o como se diga de este siglo, no tanto de las vísceras como del alma, dicho en el sentido laico del término, no la vayamos a liar. Ya ni sabemos qué es Europa ni hacia dónde va –hacia dónde la llevamos–, pero la queremos igual, porque nos reconocemos en sus viejos valores. Esos que, precisamente, están en peligro. No es, desde luego, la única amenaza, pero la ultraderecha se ha camuflado e infiltrado de tal modo en el continente y en la cada vez más frágil Unión que puede, sin hipérboles, destruirla desde dentro. No son ya Meloni, Salvini, Orbán, Le Pen, Alternativa por Alemania, André Ventura y su Chega en Portugal o nuestro particular Duce, Santiago y cierra España Abascal. El gran problema es la derecha tradicional europea, que, al estilo del PP español, está comprando los discursos, métodos y políticas de su versión ultra. Solo hace falta mirar los últimos pronunciamientos de líderes de la derecha europea. Y esto está calando en la población: siete de cada diez ciudadanos europeos creen que su país acoge a demasiados inmigrantes. Falta un mes y un día para las elecciones al Parlamento Europeo, que van a determinar la correlación de fuerzas. Es ahí donde una alianza entre la derecha y la ultraderecha que tanto ansían algunos puede conformar una mayoría que nos lleve por derroteros desconocidos –o demasiado conocidos en la vieja Europa– para abrir una “nueva etapa”. Temblemos. Decía el otro día el muy desconcertante Emmanuel Macron: “Nuestra Europa es mortal, puede morir. Depende de nosotros”. Así es. Europa nos duele, pero no sabemos si a Europa le dolemos nosotros.